miércoles, 24 de febrero de 2010

La Pasajera ( Pasazerka ) ( 1963 )

 

Producción polaca dirigida por Andrzej Munk, Witold Lesiewicz.


Reproduzco el comentario de la pelicula de Cris en el Blog : Alicia y los espejos, por su brillantez.




El lugar que ocupa La pasajera entre todas las películas que han abordado la temática del Holocausto es ciertamente peculiar y viene delineado por la conjunción de tres factores principales: el enfoque poco común –claramente orientado hacia las relaciones de poder y la indagación acerca de la memoria- bajo el que los autores deciden acercarse a la vida en los campos de exterminio; las excepcionales circunstancias de producción del propio filme derivadas de la muerte de Andrezj Munk en mitad del rodaje y las decisiones narrativas y formales que hacen de esta obra uno de los filmes estandarte de la modernidad cinematográfica.

I. RECORRIDO POR LAS PRIMERAS FOTOGRAFÍAS
La pasajera comienza en mitad de un crucero que la voz en off del narrador define como “una isla en el tiempo donde el pasado y el futuro apenas existen, solo el presente”. En el barco viaja Lisa, la protagonista del filme, una pasajera alemana que no ha pisado Europa desde hace muchos años. En la primera escala en un puerto inglés sube al barco una mujer, Marta, a la que Lisa cree reconocer.
La particularidad de esta introducción, de aproximadamente seis minutos de duración, radica en el uso de la foto fija sobre la que se inserta la voz en off de un narrador masculino. Mientras los dos flashbacks que cruzarán el filme, provocados por el alud de recuerdos que experimenta Lisa al encontrarse con Marta, tomarán forma mediante la imagen en movimiento, toda la acción que sucede a bordo del crucero y que se corresponde con el presente diegético de la película se construye a partir de la imagen congelada (que es también como una “isla en el tiempo”, de la que se ha extirpado el pasado y el futuro).

Es interesante pues observar como se produce esta erosión de un presente inmutable a partir de una ruptura que debe todo a la composición del plano –en este caso fotográfico-, al uso de la música y al montaje. Exactamente diez fotografías, diez planos: dos consecutivos nos muestran a Lisa, uno a Marta (todavía de espaldas, a punto de embarcar) y así sucesivamente. Los planos de la protagonista son cada vez más cercanos y, al demorar la entrada del contraplano de Marta, la fotografía fija consigue abrir un abismo entre las distintas expresiones del rostro de Lisa con una fuerza que la imagen en movimiento difícilmente podría superar. Las últimas fotografías de esta serie se corresponden con dos zooms: uno sobre un plano de Marta, ahora ya de frente con su mirada apuntando a Lisa, y el otro sobre un primer plano de Lisa con los ojos cerrados, en una expresión claramente rosselliniana.

Este último plano será progresivamente sobreexpuesto hasta que el brillo del blanco se vuelva cegador. La ilusión de esa “isla en el tiempo” se ha roto, el pasado de ese presente inmutable -de esa imagen congelada- emerge en la forma de una serie de imágenes en movimiento, fuertemente contrastadas, que rápidamente identificamos con el imaginario de Auschwitz: mujeres corriendo desnudas, prisioneros humillados, brazos marcados, perros que aguardan junto a una alambrada, muertos… Tras el horror, de nuevo una pequeña serie de fotografías que se inician con un plano de los brazos de Lisa y los de su marido entrelazados. Olas de recuerdo azotan a esta “isla en el tiempo”. La Historia ha despertado de su letargo.

II. DOS VERSIONES Y UN INTERLUDIO
La pasajera viene precedida por esta nota aclaratoria: “Andrzej Munk no llegó a terminar esta película. Murió en un accidente de coche el 20 de septiembre de 1961. No queremos añadir lo que él no tuvo tiempo para contar. No estamos buscando soluciones que podrían no haber sido las suyas, ni intentamos finalizar las tramas que su muerte dejó sin resolver. Solo queremos presentar lo que fue filmado, con todas sus lagunas y reticencias, para tratar de alcanzar lo que está vivo y es significante. Andrezj Munk fue contemporáneo nuestro. Compartimos sus esperanzas y temores y, sin querer aventurar sus respuestas, quizás podamos exponer algunas cuestiones que a él le hubiera gustado plantear”.

Este texto informativo acerca de las circunstancias de producción del filme funciona como advertencia sobre el carácter inconcluso de una obra susceptible de ser rellenada por el espectador pero también como declaración de principios de quienes, tras la muerte de Munk, se encargaron de finalizar la película con la confianza puesta en aquello que en ella hay “de vivo y significante”.

La parte central de La pasajera se compone por dos flashbacks. El primero, de unos quince minutos, corresponde a la versión que Lisa cuenta a su marido sobre su estancia en Auschwitz. En su relato Lisa se presenta como una oficial de las SS encargada de un comando de trabajo cuya función era la de velar por los objetos personales confiscados por el Tercer Reich. Allí conoce a Marta, una prisionera política polaca, a la que nombra su ayudante por compasión y a la que otorga algunos privilegios que están en su mano: la ayuda para que pueda reunirse con su prometido y, cuando ésta enferma, la traslada del hospital al barracón de mujeres para que pueda ser atendida y recibir medicación. Un día Marta es conducida al barracón de la muerte donde Lisa la visitará una última vez, antes de ser ascendida y trasladada a los Cuarteles Generales de Berlín.

Este relato de Lisa está acompañado por una serie de escenas entrecortadas, retazos de imágenes que otorgan una dimensión más concreta a las palabras de la narradora en tanto que ponen rostro a los personajes y a los lugares pero, a su vez, dan cuenta de cierto desfase entre lo que vemos y lo que se nos dice. La sospecha acontece al no poder precisar si son las imágenes las que dan pie al relato o viceversa. En ocasiones la cámara comienza explorando los espacios por su cuenta hasta que la voz en off parece reconducirla hacia un lugar específico (como si el relato y el montaje no estuviesen articulados por la misma persona) y, aún así, lo mostrado no sirve nunca para corroborar la autenticidad de la historia de Lisa pero tampoco para negarla. Estas escenas no contienen conversación alguna y, en ellas, el sonido obedece a un tratamiento antinaturalista y muy inquietante, producto de una extrema manipulación que minimiza la cantidad de ruidos para obtener efectos muy expresivos de los restantes.

Para comprender, sin embargo, todo lo que hay “de vivo y significante” en este fragmento del filme deberemos esperar al segundo relato de Lisa. Entre ambos flashbacks se sitúa un pequeño interludio donde volvemos al presente y, por lo tanto, al uso de la foto fija. Aquí la voz de Lisa es sustituida de nuevo por la del narrador masculino en tercera persona que procede evidenciando los mecanismos de la propia narración. En primer lugar éste reconoce que el personaje del marido de Lisa es probablemente una figura meramente funcional ideada para que la protagonista pueda contar su primera versión de la historia. Y, después, nos advierte de lo siguiente: “La segunda versión, un poco diferente, se la contará a si misma. Entre esas dos olas de recuerdo hay un hueco en la película rellenado, en el guión, con varios episodios que tienen lugar en –el crucero-. Los materiales rodados por Munk contienen solo retazos de esas escenas. Si el director las hubiese –desarrollado- como había planeado, el desarrollo de la acción presente y la motivación de la posterior confesión sobre lo sucedido en Auschwitz deberían haber sido más completas. No logró hacerlo. Entonces quedan solo los avances del crucero, la muchedumbre alegre de pasajeros y, entre ellos Lisa, observando a Marta, intentando asegurarse de que en realidad es ella. Su tensión interna crece y, en torno a ella, reviven sentimientos de hace años más auténticos.”

En este segundo tramo, mucho más extenso, las imágenes de la primera parte parecen ir alcanzando una mayor cohesión y continuidad al verse completadas por la inclusión de otras escenas que acompañan al relato de Lisa, ahora más consistente e hilvanado. Varias secuencias retratan con minuciosidad las relaciones entre Lisa y Marta así como el día a día de los campos. La sobriedad y la contención de la que están imbuidas estas escenas raramente ha sido alcanzada por los filmes de ficción que versan sobre el Holocausto lo cual hace de esta película un retrato estremecedor del horror cotidiano. Estremecedor porque en La pasajera ese horror es producto de una mecánica acumulativa sin alma, un horror que se cuela en las imágenes casi accidentalmente, sin ser subrayado y se esparce a través de la película como el aire o el polvo. En una escena Lisa, situada al otro lado de una alambrada, observa como los operarios vierten productos químicos en unas chimeneas mientras una cola de prisioneros formada por niños, mujeres y ancianos camina hacia las cámaras. “La supervisora Weniger solicita tomar el mando” –informa Marta. Y la cámara se gira con Lisa, con la naturalidad de quien, por unos segundos, ha dirigido su mirada hacia el lado equivocado.

El relato articulado por Lisa en esta segunda versión no actúa, según cabría esperar, como contrario del primero sino que revela los verdaderos sentimientos de ésta y las motivaciones que se escondían tras sus actos. Así algunas situaciones que nos habían sido introducidas anteriorormente (la reunión de Marta con su prometido Tadeusz, el traslado de ésta cuando se encuentra convaleciente) varían levemente en su desarrollo narrativo pero, en cambio, su sentido último sufre una modificación radical.

Lisa que, en la primera versión de los hechos, manifestaba con vehemencia su deseo por que Marta llegase algún día a ser libre y se vanagloriaba de ser su salvadora, se reconoce, en este segundo relato, como una víctima de la indiferencia de ésta. Con Auschwitz retratado como el telón de fondo que legitimaba esa idea trampa consistente en nombrar a ayudantes judíos que debían colaborar como aliados de sus opresores, este segundo tramo de La pasajera incide en las complejas relaciones de poder y sometimiento que se etablecen entre la oficial y la prisionera y las convierte en el centro de su discurso.

En un momento del filme Lisa dice lo siguiente: “Marta me hizo su cómplice muda en asuntos turbios, en el esfuerzo por ocultar a un bebé judío. Probablemente entonces empezó a excitarme la lucha con Marta por Marta”. El ascenso que consigue Lisa al final de la película es, en efecto, un triunfo. Pero un triunfo relativo. Para Lisa la verdadera lucha se libra en otro frente, bajo las coordenadas de un juego perverso que consiste en ganarse la confianza de su prisionera para poder disponer de ella porque “cuando se sabe lo que realmente le importa a alguien y una puede dárselo o quitárselo, te conviertes en su señor”.

Como filme bifurcado gran parte de la originalidad y de la radicalidad de La pasajera consiste en contar este relato sobre Auschwitz desde el punto de vista de Lisa y no desde el de Marta sin que por ello se vea mermada la fuerza del retrato, extremadamente delicado, que el filme hace de la resistencia callada de esta última, de su negativa sistemática a sucumbir ante las estrategias de Lisa, de su lucha apoyada en el silencio de quien sabe, tras haber pasado dos años en Auschwitz, que aceptar un favor de la oficial supone caer en la peor de las trampas y que la única solidaridad posible viene de la mano de los otros prisioneros, idea que dará lugar a una de las más hermosas escenas del filme: aquélla del concierto en que Tadeusz entrega a Marta su medallón.


III. EL FILME A LA LUZ DE OTRAS IMÁGENES (Y VICEVERSA)
Si hay un filme con el que La pasajera se da la mano en mi memoria ése es La jetée (1962, Chris Marker). Y no se trata solo de que ambas películas compartan ese carácter de iconos de la modernidad en tanto que experimentos de formato reducido que se apoyan, total o parcialmente, en el uso de la foto fija. Los lazos entre estos dos filmes van más allá. Tanto La pasajera como La jetée –cuyos títulos parecen complementarse sobre la misma idea del viaje- comienzan y terminan en un mismo lugar fronterizo: entre el mar y la tierra, la primera; entre la tierra y el aire, la segunda-. Escenarios que, curiosamente, se convierten en el detonante de un viaje que no será espacial sino temporal: hacia un pasado devastado por la Segunda Guerra Mundial (en La pasajera) y hacia un futuro devastado también por una Tercera Guerra Mundial (en La jetée). Hijas de un mismo tiempo (pese a que la fecha de producción del filme de Marker es anterior, Munk había fallecido cuando La jetée todavía no se había terminado) las dos películas habitan en una dimensión paralela donde los postulados de la ciencia ficción, en un caso, y los del revisionismo histórico, en el otro, conducen a un mismo lugar: una meditación acerca de la memoria y de la naturaleza fragmentaria y equívoca de los recuerdos.

Las coincidencias no terminan aquí. Unos años antes del estreno de La pasajera, Marker dirigía Lettre sur Siberie (1957), filme donde el cineasta procedía a montar una serie imágenes sobre las que una voz en off articulaba tres enunciados totalmente distintos. Marker demostraba así que nuestra percepción sobre lo que vemos (las imágenes son las mismas en los tres casos) depende del discurso de quien las articula. La pasajera retoma esta linea de investigación sobre la naturaleza de la imagen y sobre el montaje como creador de sentido, cuyas raíces se remontan a los formalistas rusos, y las pone al servicio de una reflexión sobre un doble trauma: el del pasado individual y el de la memoria histórica.

Varios de los mejores filmes contemporáneos han trabajado también sobre esta temática del trauma acogiéndose a una de las dos vertientes que presenta La pasajera o, más excepcionalmente, a ambas. El primer camino es el que toma, por ejemplo, David Cronemberg en Una historia de violencia (A history of violence, 2005) donde el pasado que el protagonista ha tratado de borrar vuelve a su encuentro perturbando la estabilidad presente y obligándole a reencontrarse con unos instintos que él creía enterrados. En el segundo grupo entraría Caché (2005, Michael Haneke) donde, al igual que en el filme que nos ocupa, el resurgimiento del pasado resulta doblemente traumático en tanto que no puede disociarse de los acontecimientos históricos a los que está íntimamente ligado. Y sin embargo, para comprender las concomitancias entre las dos versiones relatadas por Lisa, para extraer lo que en ellas hay “de vivo y significante”, quizás lo más útil es atender a las estructuras bifurcadas sobre las que David Lynch construye Carretera perdida (Lost highway, 1997) y Mullholland drive (2001). En estos filmes las “versiones alternativas” ideadas por los personajes solo pueden comprenderse como un intento de sublimación del trauma, como un disfraz destinado a mantener alejada a la mala conciencia.

Así, también en La pasajera, el sentido último de la primera versión que Lisa relata a su marido no terminará de revelarse totalmente hasta que ésta sea colocada, frente a frente, con esa otra realidad tan distinta que Lisa guarda para si misma y sobre la que reescribe ese relato ficticio, pero largamente interiorizado, con el que trata de humanizar lo que de otro modo resultaría monstruoso. Al trazar un escalofriante paralelismo entre las pulsiones ocultas de Lisa y las estructuras que regían el funcionamiento cotidiano de los campos de exterminio el retrato psicológico llevado a cabo en La pasajera deviene en lectura política que pone de manifiesto la débil coartada moral esgrimida desde la distancia por un país para ocultar la degeneración una sociedad enferma, germen idóneo de un régimen gracias y en el nombre del cual se cometerían las más terribles atrocidades.

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